¿DEMOCRACIA DIRECTA?

El descrédito de la política viene ligado a la desconfianza en los representantes elegidos en las urnas. “No nos representan” fue el lema fuerza del 15-M y del “movimiento indignado”. Junto a esta idea, se suele defender la llamada “democracia directa”: es decir, el ejercicio del voto frecuente de los ciudadanos para decidir directamente sobre muchos aspectos, sin intermediario ni delegación de voto. Es la negación de la actual democracia indirecta, representativa, y el regreso, en cierto modo, a la primigenia democracia griega, donde las decisiones se adoptaban mediante democracia directa en las polis. Unas polis donde, por cierto, la mayoría de las personas no tenían derecho a voto.

Se habla de “democracia participativa”, “presupuestos participativos”, “recuperación de los espacios públicos de la ciudadanía…”. Esta tendencia, a menudo combinada en un totum revolutum, no deja de ser una opinión, tan legítima como su contraria. La antipolítica -la negación de la política- es, de hecho, un posicionamiento igualmente político, de búsqueda de ventaja política, por mucho que se quiera aderezar con otros condimentos.

El directismo no escapa de riesgos tan peligrosos o más que la actual democracia representativa. La democracia directa puede ser muy oportuna (o imprescindible) en grupos de tamaño reducido: colectivos, asociaciones, decisiones de órganos de gobierno en partidos políticos… Pero a escala macro, el asamblearismo no solo haría inoperativo el sistema, sino que se prestaría al populismo, a la movilización de los solo directamente afectados, a la negación del interés general en favor de quienes más ruido o más presión supieran hacer… En definitiva, de nuevo a la desigualdad, a la dictadura de la mayoría: la dictadura democrática.

Hay mucho campo entre ambos extremos: ser elegido cada cuatro años y olvidarse el resto del tiempo de los electores y el directismo. Estos puntos intermedios deben fomentar la participación, sí, escuchar todas las voces, sí, pero para que los representantes de todos puedan conformar una opinión enriquecida y luego, desde el máximo consenso, busquen las mejores soluciones para la mayoría, con el menor (o nulo) perjuicio para la minoría que se pueda ver afectada en cada decisión. Las normativas de transparencia y participación, la divulgación de los valores democráticos -tan frágiles todavía- deberían avanzar en ese camino. Veremos los resultados.

Eduardo Sánchez Salcedo